Recuerdo
su canción, la que se disparaba en el teléfono para despertarlo, y
me acuerdo perfectamente de la vibración que hacía el artefacto un
segundo antes de sonar. Después seguía el manotazo para acallar la
intromisión, el giro en la cama y su abrazo. Acto seguido, un
segundo aviso, el cual me encontraba con ojos abiertos y rumbo a
poner un pie en el día. Era entonces cuando tenía lugar el gentil
tirón dormido de quien suplica no ser abandonado a merced de las
sábanas. No olvido su gesto, ése que se instalaba involuntariamente
en su cara cuando yo lo despertaba. Casi infantil por momentos.
Recuerdo el esfuerzo inconsciente que hacía para no mandarme al
demonio, habitual actitud ante la presencia de un nuevo
día. Su temperatura matinal recuerdo, y la electricidad del
contacto. El primer ojo que animaba a abrirse ante lo indefectible.
Vuelve casi nítida la sonrisa espontánea de quien despierta y se
siente agradecido por el esfuerzo de haber logrado sacarlo de los
brazos del sueño. Y esa mirada, profunda sin querer. Suerte que son
éstas las imágenes que quedaron en la superficie, flotando en un
mar de pasado, sereno.
Algo hemos aprendido, algo hemos curado,
algo simplemente hemos hecho bien después de todo.